Hace 35 años cambió la historia de la televisión. Pero nadie se dio cuenta.
El 19 de abril de 1987, antes de ir a una pausa comercial, la comediante Tracey Ullman, que estrenaba programa en la cadena Fox, anunció un corto animado.
En la pantalla apareció una familia amarilla, un poco estrafalaria, dibujada con algo de descuido. Seguramente, al día siguiente nadie habló de ese corto de 88 segundos de duración. Pero un fenómeno, de manera casi imperceptible, se puso en marcha.
Matt Groening trabajaba de cualquier cosa mientras buscaba abrirse camino como dibujante. Editaba unos fanzines artesanales que empezó distribuyendo entre familiares y amigos. Un editor de un pequeño diario local le ofreció publicar una tira. La llamó Life Is Hell. Tuvo un módico éxito. Compiló las que más le gustaban en un libro. Al poco tiempo su trabajo fue sindicado. Los personajes con orejas de conejo y su mirada llena de sarcasmo y acidez llegaron a 250 diarios de Estados Unidos.
James L. Brooks era uno de los hombres más exitosos de Hollywood. Todo lo que tocaba se convertía en un suceso. Había sido el artífice de The Mary Tyler Show (y de sus spin off) y de Taxi en la televisión. En cine ganó varios Oscars con La Fuerza del Cariño. También dirigió Detrás de las Noticias y Mejor, Imposible entre otras. En 1987 volvió a la TV produciendo The Tracey Ullman Show. Contactó a Goering para adaptar Life is Hell. Deseaba que esos cortos animados aparecieran al final de algunos bloques de ese programa de variedades, antes de los comerciales.
Groening se entusiasmó y aceptó de inmediato. Era el salto que le faltaba. En muy poco tiempo su trabajo había pasado a ser reconocido y a obtener réditos comerciales. Pero algunas cláusulas poco claras del contrato lo hicieron arrepentirse. Si firmaba cedía los derechos de Life is Hell de por vida. Temió que la televisión, ese monstruo voraz, se comiera su creación. Horas antes de la reunión definitiva con Brooks creó esta familia de cinco integrantes: un hijo revoltoso, una hermana muy inteligente y razonable, una bebé, la madre y ese padre.
Realizó unos bocetos rápidos y los invistió de personalidades bien contrapuestas. Cuando aguardaba esa reunión, en la sala de espera de la oficina lujosa del productor, se dio cuenta que no le había puesto nombres a sus personajes. Allí echó mano a lo más cercano.
Matt Groening le puso los nombres de su familia a sus personajes más famosos. Su padre que era historietista, cineasta y publicitario se llamaba Homero. A su madre, maestra y ama de casa, le decían Marge. Los nombres de las dos hermanas menores eran Lisa y Maggie. Sólo eludió la tentación de llamar al hijo del matrimonio con su propio nombre, le pareció demasiado petulante. Por lo tanto lo bautizó Bart.
Cuando la serie avanzó, también apareció el abuelo y Groening prefirió dejar la elección del nombre a los guionistas. Lo llamaron Abraham sin saber que el abuelo del creador de la serie se llamaba igual.
El padre de la familia, Homero, se acerca a la cama del Bart, su hijo. Le desea buenas noches. El chico le expresa sus temores. Son existenciales. Homero contesta una obviedad. La madre Marge, con un pelo azul cónico y alto saluda a la hija del medio, Lisa. La nena tiene miedo a los insectos, cree que en medio de la noche se meterán en sus orejas. A la menor, Maggie, un bebé con chupete, la madre le canta Rock- A- Bye Baby, una canción de cuna. La bebé imagina que con su cuna se desbarranca desde un árbol muy alto y cae al vacío. El matrimonio se acuesta, cansado del trajinar de todo el día. Cuando está a punto de apagar la luz aparecen los tres hijos en la puerta y se acuestan en la cama matrimonial. Las luces se apagan y los ojos de los cinco se van cerrando. La última es Maggie que hace algo que con el tiempo descubriremos es muy infrecuente: habla. Dice: Buenas Noches.
Los cortos no le gustaban demasiado a nadie, excepto a Brooks y Groening. Tal vez la más descontenta era Tracey Ullman. Su show, que tenía sketchs, monólogos y números musicales, no necesitaba esos dibujos animados. Pero cuando los Simpson, eso que nació como un segmento insignificante de su programa, se independizaron y la superaron largamente en fama, no se lo tomó demasiado bien. No podía creer que su productor y el autor de cómics que trabajan con ella adquirían fama global y se convertían en millonarios. Intentó sacar partido de la situación e inició acciones legales reclamando una parte de los derechos. Las regalías eran enormes. Sin embargo, la justicia desestimó su reclamo. Los jueces sostuvieron que los derechos le correspondían a James L. Brooks, a Matt Groening y a la cadena Fox.
Durante la primera temporada hubo 7 cortos. En la segunda 22 y en la tercera 19. En el cuarto y último año de Tracey Ullman, la familia amarilla ya tenía su propio programa. Los cortos duraban, en promedio, un minuto. En las dos primeras temporadas solían aparecer cortadas en tres o cuatro segmentos. En la última se los emitía completos de una sola vez.
Groening no hizo a los Simpson de color amarillo. Sabía que no quería que fueron caucásicos, deseaba que tuvieran un color de piel poco usual. Quien al final decidió fue el colorista de los animadores. Cuando mostró una prueba fue aceptada de inmediato. A los animadores les dieron los bocetos que había dibujado Groening junto con el guión. Ellos trabajaron hasta darle vida a la familia y completar Good Night, esa primera pieza.
Cuando Groening vio el resultado se sorprendió. Se quejó y hasta reclamó que se rehiciera el trabajo. Pero le dijeron que era imposible. Había existido un terrible malentendido. Los personajes habían sido dibujados sobre los bocetos que había mandado él. Pero, Groening imaginó que antes de la animación esos bocetos algo torpes que él había enviado serían estilizados, que no iban a quedar crudos cómo él los había, casi, garabateado.
Esos Simpson de los cortos son claramente identificables pero son muy diferentes a los que lograrían el impacto mundial unos años después. Son amarillos, tienen los pelos parados, los ojos saltones. Pero lucen muy distintos a los que conocemos en la actualidad.
Lo mismo sucedía con la animación. Con colores apagados y más rudimentaria. Otra diferencia es que estas piezas breves no tenían la canción característica del programa ni música alguna. En su construcción dramática también eran menos complejos. Mucho más planos de los actuales, sin tridimensionalidad, apegados a los arquetipos sobre los que fueron creados.
Las situaciones se limitaban casi siempre a la familia. La enorme galería de personajes secundarios que luego se hizo célebre no aparecía. Sólo unos pocos personajes para obligarlos a interactuar con otros. Tampoco estaban los cameos de celebridades que caracterizan a la serie.
Pero posiblemente la mayor diferencia está en la audacia, en el corrimiento de las fronteras de lo que la televisión admitía en esos años. Todavía los Simpson no habían provocado una revolución.
En 1989, Brooks le propuso a Groening independizar a esa familia. Los sorprendió la facilidad con la que la cadena aceptó su idea. Trabajaron durante meses en mejorar la propuesta. Cambiaron el estudio de animación, crearon nuevos personajes, le dieron un mundo a esa familia, encargaron una banda sonora, mejoraron el dibujo de sus protagonistas y, especialmente, se lanzaron a cambiar el lenguaje del medio de mayor masividad de su tiempo. El germen de esa revolución estuvo en una negociación de Brooks y Groening con los ejecutivos del canal. Exigieron libertad creativa. Tener la última palabra y le cercenaron a Fox el poder de veto que se reservaba para cada uno de sus programas. Eso cambió todo.
Algo permaneció inalterable: las personas que hacen las voces de la familia. Aunque si uno escucha al Homero de los cortos percibe que la voz es diferente. Pero se trata de Dan Castellaneta, el mismo actor que modificó su interpretación: en los cortos pretendía remedar la manera de hablar de Wakter Matthau. Castellaneta también hizo las voces de Krusty y del abuelo. Julie Kavner es la que hizo hablar a Marge. Tanto Castellaneta como Kavner fueron casi obligados a hacer el doblaje. Estaban contratados como actores del show de Tracey Ullman y esta fue una de sus tareas. Nunca imaginaron que ese trabajo, casi burocrático, que fueron obligados a hacer, les cambiaría la vida.
Para los chicos buscaron profesionales del doblaje. Nancy Cartwright tenía prestigio en su oficio. En ese momento hacía al mismo tiempo siete trabajos diferentes con su voz. En el casting le hicieron pasar la parte de Lisa, una decisión obvia. Ella, aburrida de hacer siempre lo mismo, pidió interpretar a ese chico tumultuoso, que siempre se metía en problemas. Al principio a nadie le pareció una buena idea pero ella insistió. Apenas la escucharon supieron que Bart sólo podía hablar de esa manera. El aburrimiento y la intuición le permitieron a Cartwright quedarse con el papel de su vida aunque casi nadie le conozca la cara.
Una encuesta de fines de 1990 demostró dos cosas. Por un lado que independizar a los cortos y convertirlo en un programa autónomo había sido una apuesta con un riesgo alto. Por el otro, que el programa había tenido un suceso único. El estudio demostraba que antes del primer programa de Los Simpson sólo el 11 % del público conocía los cortos que aparecían en el Tracey Ullman Show. Al final de la primera temporada del show ese número superaba el 80%. La manera en que los Simpson se metieron en el público y cómo se convirtieron en una referencia obligada de la cultura popular moderna fue meteórica.
Apenas se independizó el programa tuvo un éxito fenomenal. Dio inicio a una nueva era. Tuvo continuadores en South Park, Beavis and Butt Head y Family Man, entre otros. Pero no sólo dentro de las series animadas. Los guionistas de televisión ya no volvieron a trabajar de la misma manera.
Los Simpson, la familia más conocida y citada de la cultura pop, aparecieron en televisión por primera vez hace 35 años. Eran los protagonistas, dibujados desmañadamente, de un corto de colores pálidos de poco más de un minuto de duración. Se convirtieron en el programa más longevo de la televisión norteamericana y, principalmente en la referencia ineludible en millones de conversaciones y situaciones cotidianas.